Un ejercicio de autocrítica

Aunque podríamos desde estas líneas enumerar de nuevo todos los errores cometidos o acusar una vez más a los principales responsables de la situación económica que estamos padeciendo, creo que ya se ha escrito suficiente sobre estos temas, y sobre todo por autores mucho más capacitados que yo como para aburrir a nadie con nuevas disquisiciones sobre el tema. Sin embargo creo que todavía quedan muchos conceptos preconcebidos, sabiduría convencional que diría Galbraith, sobre los que merece la pena dedicar unas líneas. La idea que me gustaría tratar aquí es el asunto de la responsabilidad frente a la crisis. Si bien, resulta innegable que el grado de culpabilidad de algunos actores es exponencialmente mayor que el de otros, no debemos dejar de decir que frente a lo comúnmente defendido, la culpa de esta situación no es de unos pocos, sino que es de todos, y cuando digo todos me refiero no sólo a todos los banqueros, sino a todos nosotros, y entre ellos yo el primero.

La autocrítica nos impide que nuestro ego crezca sin parar. Además nos hace más humildes y no acusar de todos los errores de la sociedad a los demás. Todas nuestras decisiones tienen influencia en el devenir de los acontecimientos económicos a nivel global

En los últimos 20 años hemos vivido envueltos en una cultura de exaltación del beneficio individual tan desmesurada, que parecía mentira que no nos diéramos cuenta. El lema parecía ser; “si es bueno para mí, no importa que sea malo para los demás”. Bajo esta premisa, entre todos hemos consentido una serie de acciones que aunque parezcan triviales han sido en realidad la raíz última del problema. Todos juntos hemos aceptado como dogmas de fe ideas tales como que los impuestos son algo negativo, que lo público y gratuito es siempre peor que lo privado y de pago, que el fraude contra el estado no es sólo algo inevitable si no que muchas veces es aceptable, que lo importante es que un producto sea barato aunque este se produzca en condiciones de semiesclavitud o que el dinero fácil que traía la especulación inmobiliaria era un sinónimo de riqueza y no de pobreza nacional. Y ahora gracias a estas acciones nos hemos chocado de bruces con las consecuencias: unos ingresos fiscales insuficientes para hacer frente a los periodos de crisis, unos servicios públicos deteriorados, una economía sumergida que dificulta la búsqueda de soluciones, una deslocalización industrial hacia países sin derechos laborales contra los que no podemos competir y una geografía abarrotada de mazacotes de cemento que jamás se podrán rentabilizar.

Hemos vivido una época que creía que la libertad era pagar menos impuestos para poder comprar más televisores planos, y que sacrificaba a la hoguera del libre mercado cualquier concepto que estuviera relacionado con el bienestar colectivo, y ahora nos encontramos con que resulta que la libertad está más relacionada con la edad de jubilación que con las veces que cambiamos de teléfono móvil.

Sin embargo no me gustaría tampoco olvidar ahora alguna que otra iniciativa valiente tomada durante estos años que iba en la dirección correcta, como la Ley de Dependencia. Que entre otras cosas buscaba reconocer y a ayudar a todas aquellas personas que por desgracia no pueden valerse por si mismas, y sobre todo a las familias que las atienden (y no olvidemos que cuando se dice familia, nos referimos principalmente a la mujer, que es la que siempre suele asumir todas las cargas familiares tradicionalmente en nuestra sociedad), y que no sólo ha servido para generar empleo de calidad, si no que ha creado riqueza y sobre todo bienestar (aunque todavía de manera insuficiente), que es en última instancia el fin de toda sociedad política. Y es que como muy bien dice el maestro Vicenç Navarro, la economía no es un fin, si no un medio para lograr la satisfacción de las necesidades importantes de la sociedad, que es el leitmotiv que siempre movió a la Socialdemocracia europea.

Es hora por tanto de que nos demos cuenta de que sólo lograremos satisfacer las carencias vitales de la sociedad, cuando estemos dispuestos a renunciar a las exigencias superfluas de un irracional sistema individualista en favor de las cosas realmente importantes para el conjunto de los ciudadan@s, como son la educación, la sanidad, el medioambiente o el espacio social de convivencia, que está justo en las antípodas de lo que hasta ahora habíamos estado buscando.

Un comentario en «Un ejercicio de autocrítica»

  1. Víctor dice:

    Muy de acuerdo con el tema de la deslocalización industrial. Es algo que debería abordarse y con un estudio sosegado de la problemática que esto supone.

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